En mis años de joven universitario, un hombre sabio, autodidacta, lector empedernido, me dijo algo que me produjo no cierta desazón e inquietud en mis ansias de búsqueda, fruto de la edad, de verdades absolutas: «las ideas se agotan». Le pregunté por el significado de la frase a mi profesor de Filosofía que me remitió a la síntesis, antítesis y tesis hegeliana y, más atrás, al Eclesiastés de la Biblia, algo que, con el paso del tiempo, reconocí como cierto. «Nihil nuovo sub sole», no hay nada nuevo bajo el sol. Porque la gente, como hace milenios, trabaja por tener comida y cobijo para la familia, los reyes siguen siendo inviolables, por designio divino, habitando en palacios de ensueño y distintos caudillos empujan a los pueblos a todo tipo de violencias y crueldades por el territorio, las ideas, la posesión de la riqueza o los dioses. En el ideario político actual, desde el punto de vista sociológico y la Ética, se puede traducir en el abandono del viejo contrato social de ejercer y administrar la cosa pública.

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Ya hace años que gente pensante, no agorera de las siete plagas, alerta de que estamos asistiendo al fin de las ideologías reflejado en las nuevas formas de hacer política y gobierno. Se abandonan los principios, ideales y hasta las viejas utopías por el llamado pragmatismo y gestión de las supuestas o no necesidades de ciudadanos y vecinos. Versión, actualizada, de una especie de magma líquido del que habla el pensador Zygmunt Bauman por el que, sin ruborizarse ni dar las explicaciones, se puede cambiar, de la noche a la mañana, de bando, ideas y principios. Lo que expresó el genial Groucho Marx cuando decía aquello de «tengo unos principios, pero, si no les gusta los cambio por otros».

La explicación se repite, una y otra vez, como argumento a esgrimir ante la ciudadanía y los medios desde las más altas instancias del poder hasta el más humilde de los municipios: gobernar por el interés general y dar estabilidad. Lo firma cualquier vocero de grupo, partido o coalición, cuando no se cansaban de decir que la estabilidad la garantizaba un gobierno de partido único, que hasta ayer, estuvieron a la greña y colocaban los llamados cordones sanitarias o líneas rojas que, al fin y la postre, ha devenido en mover la silla de quien sea y a costa de lo que sea con tal de obtener poder y puesto de trabajo para sí y los suyos que también cuenta por aquello de que «primun vivere et deinde filosofare», adagio latino atribuido a Hobbes.

La vieja vocación, altruista de servir y creer en unas ideas, trocada en profesionales de la política en la que no se observan grandes diferencias a la hora de gestionar un presupuesto, arreglo de una calle, ocuparse del alumbrado público o atender a los más abandonados de la fortuna. No hay más que leer el reportaje de Almudena Sánchez, en el CANARIAS7, el día de 17 de junio, para convencerse de lo rentable que resulta dedicarse a la política como consejero, electo, del Parlamento de Canarias: los diputados salen más ricos que al entrar en el Parlamento. Obvio que luego, la mayoría, como ocurre en otras instancias, serán colocados en sus respectivas «puertas giratorias», publicas o privadas, sin que, hasta el momento, nadie firme un documento de que, una vez fuera de cualquier gobierno renunciará al sueldo, dividendos o prebendas que reportan.

Las consecuencias de este obrar, sin ideario claro ni líderes ejemplares, suele producir incertidumbre, desconfianza por lo que dijo Montesquieu de «aquel al que se entrega el poder tiene tendencia a abusar de él». A mayor abundamiento existe una nutrida parte de la población votante que suele reiterar su confianza en personas o grupos involucrados en graves asuntos de corrupción que, en sociedades más avanzadas y educadas, desde la escuela, en valores éticos y críticos, no alcanzarían más allá de un cinco por ciento de sufragios para obtener representación en un parlamento central, regional o ayuntamiento. Ya lo había escrito, el liberal John Locke, uno de los fundadores del estado moderno cuando afirmó que «los ciudadanos tienen derecho a rebelarse contra el gobierno si éste hace mal uso del poder».

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Organizaciones de todo crédito como la Fundación FOESSA cifran en ocho millones y medio de personas expuestas a estar en riesgo de exclusión social. Entidades económicas europeas alertan de que España, con un gobierno o con otro, es el país de la Unión donde, incluso en los años duros de la crisis, más ha aumentado la diferencia entre los muy ricos, la clase media y los pobres. Y Canarias ostenta el triste récord de ser una de las comunidades autónomas de mayor desigualdad y pobreza infantil.

De otra parte, las clases populares y medias contemplan, sin remedio ni solución inmediata, cómo sus hijos, con estudios, oficios cualificados y profesiones reconocidas no tengan más futuro que trabajar en precario, muchas de las veces, en actividades ajenas a sus estudios y cualificación o practicar la «movilidad exterior», el eufemismo que acuñó una ministra de Empleo del anterior gobierno del Partido Popular, para referirse a lo que ya practicaron nuestros abuelos para huir del hambre y la miseria: emigrar. Mujeres, hombres, jóvenes, si no tienen las «cuñas» de antaño, a pique ser arrojados a una inseguridad que no sufrían padres y abuelos en la certeza de que sus hijos y nietos disfrutarían de un nivel de vida, en oportunidades de empleo, satisfacción de necesidades básicas y realización personal que ellos nunca soñaron para sí mismos.

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Mientras, los elegidos para gestionar la cosa pública, pese a jurar, una y otra vez, que su principal objetivo electoral (ya se sabe aquello de que «las promesas electorales están para no cumplirlas») era arrojar del poder a los socios de ahora con los que, muchas de las veces, se reúnen para, antes que hablar de ideas o programas, pactar «contra natura», repartiese sillas de poder, empleo y presupuesto o vengar antiguos desaires, traiciones o desacuerdos.

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