Decadencia democrática

Viernes, 17 de julio 2020, 01:38

Decadencia democrática

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Los canarios hemos ido construyendo una sociedad cada día más débil desde el punto de vista democrático y en la que, paralelamente, ha ido tomando cuerpo la corrupción, en el sentido más amplio de la palabra, el que describe la RAE y no la restrictiva del Código Penal. Canarias sufre desde hace años un proceso de descomposición democrática en la que gana la organización de una sociedad política desalentada, sin motivación, solo expectante y rehén de las élites políticas y económicas que han pactado repartirse el control de lo público con el asentimiento complacido de la clase política y el silencio, en algunos casos escandalosos, de la mayoritaria sociedad civil.

Con la llegada de la crisis económica algunos nos esperanzamos ante la posibilidad de la revisión de varias cuestiones importantes para la renovación del compromiso democrático. Los nuevos partidos y líderes políticos no dejaron de anunciarnos las nuevas formas, su compromiso con la renovación, que todos -quizás equivocados- interpretamos como un compromiso de mayor democratización de nuestra tierra. Eran mensajes esperanzadores, con nuevos partidos en la brega, líderes que jubilaron a sus superiores, cargados de discursos ilusionantes y proyectos de renovación para las instituciones y las personas. Hoy, esas instituciones, incluso aquellas para las que se hicieron leyes especiales de cara a independizarlas del poder político, están más secuestradas que nunca, más intervenidas porque el principio de la nueva política es tan viejo como la humanidad, y consiste en el simple hecho de que el poder se amarra verticalmente, no se comparte de forma horizontal, como proponen las grandes democracias. Así es como nos encontramos con Entes, teóricamente independientes, pero políticamente más controlados que nunca. Órganos de control parlamentario cuyos objetivos de independencia están mediatizados por los partidos políticos que, desde el Parlamento, deciden las cuotas y quién debe formar parte de ellos, amarrando sus decisiones de por vida y con actuaciones políticas que bordan, si no incumplen, la legalidad sin que nadie, ni los tribunales de justicia, cumplan con su papel, embebidos y abducidos por las expectativas de poder, en unos casos y en el miedo al futuro en otros.

Pero frente a las posibilidades de cambio, hoy en Canarias el poder está, más que nunca, secuestrado por un poder político que no quiere ningún tipo de mudanza salvo volver al escenario de veinte años atrás, cuando lo de menos era la democracia y lo importante era poner en marcha la comunidad con las herramientas y las personas que por allí pululaban, unas con gran sentido de Estado y verdaderos deseos de democratizar Canarias con la llegada de la autonomía, y otras creadas en los nidos del caciquismo franquista isleño, con ganas de perpetuarse en el poder, ahora disfrazados de demócratas. Hoy 30 años después, aquellos demócratas están jubilados y los nuevos, los representantes de la nueva política, la renovada, han entregado la democracia y han claudicado en su compromiso de consolidar y avanzar en esos valores con los que algunos seguimos soñando. Una sociedad canaria en la que cada uno cumpla con su papel democrático y el poder que de ellos emane no se pacte en función del dinero público a repartir. Una democracia en la que el poder del pueblo no se entregue como moneda de cambio a los lobbies económicos, en los que la Justicia es ejemplar y ejemplarizante y sus jueces y magistrados no se vendan por la entrada a un palco de la Unión Deportiva o por una silla en el parquet para ver de cerca los partidos del Herbalife. La Justicia, el último de los recursos de los ciudadanos padece del mismo mal. Pactan su poder, el que le otorga la democracia, para beneficio personal y del sistema que los controla, llegando a esperpentos como el del "caso Alba", un juez gravemente acusado, sobre el que rece la sospecha de de que no ha actuado, como mínimo, correctamente, que sigue impartiendo justicia, a ricos y a pobres, algunos en el límite de la culpabilidad, como el Rubio, acusado sin pruebas de ser el verdugo de Yéremi Vargas, posible víctima de la comedia mediática en la que se ha metido la Guardia Civil y que, desafortunadamente, llega a manos de un tribunal cuestionado. La misma justicia que para la ejecución de una sentencia en contra de varios areneros tinerfeños, condenados a restaurar las canteras de Güímar, se mete en un berenjenal de complicidades tácitas con los políticos tinerfeños para que sea el dinero público el que, finalmente, pague la condena del infractor. Demasiado edificante para una democracia que se resiste al control pueblerino.

Soñamos con una sociedad en la que la política hable todos los días, de forma honrada a sus ciudadanos, y no tratando de engañarnos con discursos y mentiras con el ánimo de construir realidades paralelas que escondan las corruptelas a la sombra y los márgenes de la democracia, utilizando esas orillas en los límites legales, mediatizados por funcionarios capaces de servir a sus señores, no a al imperio de la Ley al que se deben. Pervertir el sentido y el orden de las instituciones con el lenguaje y los hechos, es otra de las formas de envilecer el hilo de democracia que nos queda. Así es como se cometen errores de bulto, como los que sostienen los presidentes de cabildos, que son ellos los representantes de la soberanía de los isleños, cuando son sólo titulares de competencias, que ésta, la soberanía, en sentido estricto está en las Cortes, y por analogía, en el Parlamento de Canarias donde decidieron ciscar sus ambiciones políticas.

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Pero todo sirve en esta nueva etapa para justificar el cambio hacia un modelo político que básicamente trata de revivir y empoderar el insularismo frente al regionalismo, lo que conlleva vaciar a la comunidad Canaria de competencias, entregar a los cabildos el dinero de todos los canarios para beneficio de unos pocos, beneficio, especialmente político y que va, claramente, en contra de la necesidad de revitalización democrática en Canarias.

Al margen de las consecuencias que voy describiendo, ya en sí mismo el sistema, el núcleo de la democracia, ha sufrido un revés impensable. Que el partido que pierde las elecciones sea el que obtenga el poder, todo el poder, en Canarias es una anomalía democrática de primer nivel que no parece molestar a nadie, que se ha asumido con escaso recelo y cierta decepción, pero que no logra acaparar la condena unánime contra una ley que lo permite, y otra ley previa que dibuja el mapa político de forma injusta, permitiendo que CC, siendo el tercer partido en votos, superado por el PSOE y El PP, tenga todo el poder sin que ningun otro de los dos partidos le preste apoyo explicito alguno. Una ley electoral que permite que Casimiro Curbelo tenga tres diputados con cinco mil votos y que Ciudadanos, con 60 mil, no haya logrado entrar en el Parlamento de Canarias.

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El Partido Popular está disfrutando de su centralidad en esta nueva etapa, pero está colaborando de forma torticera a mantener este sistema que bordea permanentemente la legalidad y que utiliza la ley para justificar situaciones que solo deben merecer el reproche más absoluto. El PP debe aclarar su apoyo a CC y normalizar esta anomalía democrática, este absurdo de que nos gobierne el perdedor, un factor que deteriora aún más la calidad democrática de esta región, ya tan castigada en este aspecto. La oposición, también debería pone orden, denunciar esta situación, poner las piezas necesarias para evitarlas en el futuro y buscar mayorías que se comprometan, como mínimo, a frenar este destrozo democrático al que asistimos pasmados, sin sabe reaccionar, con el silencio cómplice, también, de nosotros, los periodistas, metidos en la rueda de mentira con la que quieren cada día disfrazar la realidad y sin capacidad real para descubrir algunas falsedades intencionadamente metidas en los agujeros de las alcantarillas, cuando no directamente censuradas.

Son demasiados agujeros. El poder en Canarias atraviesa, de forma envenenada, nuestro sistema, abre brechas que están siendo aprovechadas para constituir un poder transfigurado, que nada tiene que ver con el espíritu de cualquier democracia, en la que la representatividad del voto sea equilibrada, que quien la obtenga se sujete a la ley y no la utilice a su pura conveniencia, que el dinero público sea sagrado, muy sagrado, porque es de todos y que no se reparta para unos pocos; un dinero que sirva para servir, no para hacer ricos a algunos mientras la mayoría recibimos servicios defectuosos y en la que el engaño se impone mediante la uniformidad del pensamiento controlado.

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