La historia la cuenta el cronista oficial de Telde, Antonio González, que la supo a su vez de tres testimonios distintos. Montiano Placeres (1885-1938), que también da nombre a otra calle y otro colegio, le sacaba 16 años a Fernando (1901-1972). Los dos vivían en San Juan y, sin conocerse, se cruzaban al alba todas las mañanas. Montiano vivía en la calle principal de San Juan, actual León y Castillo, antes Real, donde está la casa museo. Y Fernando residía con su familia en la calle Acequia del Finollo, ahora Comandante Franco.
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Era un niño de 7 u 8 años que subía todas las mañanas, casi de amanecida, a las 6, a trabajar a Los Llanos. Moreno, delgado y descalzo. Y Montiano lo veía pasar delante de su casa. Luego volvía a coincidir con el niño, ya de bajada, sobre las 7 u 8 de la tarde. Iba tiznado de negro, como un minero. Iba tan oscuro que destacaba el fulgor del cigarro, porque ya fumaba. A Montiano le picó tanto la curiosidad que un día le paró y le preguntó por sus padres y por el motivo de sus idas y venidas a Los Llanos. Fernando, educado, le respondió. No podía estudiar porque su familia era pobre. Por la mañana subía a esperar el coche de hora para recoger la prensa del día y luego repartirla. Cuando acababa, se iba a casa de Atanasio, el carbonero, y se pasaba el día entero empaquetando carbón en cartuchos para que se lo llevaran las clientas. De ahí el tizne de sus vueltas a casa.
Oído eso, le pidió que dijera a sus padres que quería hablar con ellos. El crío obedeció y, preocupados por si su vástago había hecho algo malo, a Andrés González y María Francisca Rodríguez les faltó tiempo para presentarse en casa de Montiano, que, por cierto, era procurador. «¿Cuánto gana su hijo?». Medio duro al mes, le contestaron. Y les suelta Montiano. «Pues a partir de ahora yo le voy a pagar un duro, pero el niño no se levantará antes de las 8, vendrá a casa a desayunar, aquí comerá y merendará mientras yo le doy clase, y a las 5 de la tarde volverá a casa con ustedes». Los padres, encantados, aceptaron.
Y a Fernando le cambió la vida. Porque se encontró con Montiano y porque supo aprovecharlo. Hizo el examen de ingreso en el Instituto de Las Palmas, lo sacó con notas muy altas y quedó becado para estudiar. Pero en aquella época no se podía ir y venir de la capital todos los días. Había que sufragarle el alojamiento, la ropa y la comida. Así que Montiano reunió a un grupo de amigos intelectuales, casi todos masones, y acordaron aportar a la causa. Fernando rindió como se esperaba, compaginó los estudios de Bachillerato y Magisterio con su trabajo en La Provincia, y cuando acabó, aquel mismo grupo de amigos volvieron a ayudarle para que se fuera a estudiar fuera. Primero estuvo en la Universidad de La Laguna. como alumno libre, y luego acabó en Madrid Filosofía y Letras. Y así fue como hizo vida allá, se sacó la cátedra de Lengua y Literatura Francesa en 1930 y dio clases por media España. Solo volvió dos veces, pero ya Montiano, su mentor, no existía. Había muerto de un infarto en 1938.
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